Marcos Mayer: “Ver o jugar” Tema: Cuentos, Hay que leer

Vos lo veías durante los entrenamientos y entendías eso que le resultaba tan incomprensible a la tribuna: que aunque el equipo cambiara una y otra vez de técnico, Di Pietro siguiera siendo titular. Es que cuando empezaba el partido de la práctica, después de la sesión de gimnasia, Di Pietro se transformaba en un verdadero crack. Ya sé, la palabra es vieja, pero ¿qué querés?, yo también soy viejo. No era que Di Pietro siempre la rompiera, ni que no se perdiera goles imposibles como lo hacía en los partidos oficiales. Pero vos lo veías enganchar la pelota con la zurda y sacudirla contra el palo del arquero y lo que te transmitía era una confianza tan grande en sí mismo que cualquier técnico se sentía en la obligación de darle la once o la nueve en el momento de armar el equipo para el domingo.

Y cuando empezaba el partido de verdad, vos lo veías a Di Pietro desde la platea o del palco de periodistas y parecía más chico. Como si los brazos se le adelgazaran y los pulmones necesitaran menos aire. Como si usara un número menos de botines de los que llevaba puestos y los pies le bailaran adentro del cuero. Pero la cara no decía nada de este cambio. El pelo bien aplastado, recién mojado, como para que se viera la frente amplia, los ojos chicos y poco distanciados entre sí, los labios pegados. Entraba siempre tercero o cuarto, después del capitán y del arquero y posaba de pie para las fotos, y no de cuclillas, como suelen hacer los delanteros, siempre con los brazos pegados al cuerpo y la mirada perdida en algún punto lejano.

En una entrevista le pregunté por qué no cruzaba los brazos como hacen los demás jugadores cuando posan de pie en las fotos. No me acuerdo bien qué me contestó, pero la pregunta lo sorprendió y se miró las manos. Creo que se limitó a responderme con una sonrisa, apretada, apenas insinuada en las comisuras de los labios. Pero no puedo estar seguro, siempre andaba con esa sonrisa a cuestas, que parecía una manera de decir que nada le preocupaba demasiado, incluso se parecía a esa mueca que le venía a la cara cuando se erraba algún gol.

Después de las fotos se ponía a hacer jueguito cerca de la mitad de la cancha, no se ocupaba en pelotear al arquero ni hacía pases a sus compañeros. Estaba ahí solo, en el medio del espectáculo, él y la pelota, como si no importara ninguna otra cosa.

Te aseguro que es muy difícil llegar a entender lo que le pasa por la cabeza a un jugador de fútbol. Cuando les toca hablar, ya sea frente al micrófono o en la intimidad, la mayoría repite una serie de frases hechas, explicaciones remanidas. Lo que sí me sigue asombrando después de más de treinta años de cubrir partidos para la radio y los diarios, es el entusiasmo con que dicen estas obviedades, a pesar de que ven o imaginan la cara de aburrimiento del que se las pregunta. Los futbolistas son gente que cree en las obligaciones, en la disciplina, en el valor del dinero y del tiempo. Por eso pueden ser profesionales de algo que para los demás es un juego o una pasión.

Di Pietro no desentonaba mucho con este perfil. Si no le hablaban no hablaba, llegaba temprano a entrenar, hacía gimnasia casi con furia y se lesionaba poco, pese a que le pegaban bastante, tanto en los entrenamientos como en los partidos. En esas circunstancias nunca perdía la calma, se levantaba del piso, miraba fijo a los ojos de quien lo había golpeado —creo que de una manera casi contable, como acumulando algo que suponía natural a su función de delantero de punta— y se ubicaba para recibir la pelota del tiro libre. Jamás le protestaba a un árbitro por un foul no cobrado, se ponía de pie, apretaba los brazos contra el cuerpo y seguía corriendo. Era, como lo definió un colega en una nota de presentación cuando hacía poco que empezaba a jugar en la primera de River, “pura voluntad”.

Yo pienso, o pensaba antes del episodio que le costó definitivamente la titularidad, que era un perfecto indiferente. Bastaba verlo en los vestuarios antes de un partido importante. Nada se leía en su mirada ni en sus movimientos. Mientras lo masajeaban cerraba los ojos y respondía con monosílabos a las palabras de aliento del kinesiólogo. Luego se iba a un rincón y apoyando la espalda desnuda contra los azulejos, se colocaba las vendas en los pies, luego las medias y los botines, y golpeaba los pies contra el piso como para comprobar que estuvieran bien ajustados. Después levantaba la camiseta y se detenía un poco contemplando el número en negro contra el fondo blanco y rojo como si estuviera tratando de fijar mentalmente su posición en el campo y se la ponía. Recién después se mojaba el pelo y se peinaba. Mientras tanto, la gente que gritaba afuera hacía sentir su presencia en el vestuario. Y Di Pietro iba haciendo sus movimientos cada vez más lentos.

Recordando esas escenas se me ocurre que los jugadores de fútbol no piensan, al menos no con palabras o imágenes como lo hace la mayoría de las personas. Todos estos movimientos de Di Pietro eran su manera de pensar, aunque también de esta forma hacía tiempo. ¿Para qué? Tal vez para vaciar su mente que sin dudas debería estarse llenando con el bullicio que llegaba desde las tribunas. Pero ¿de qué debe vaciarse la mente de un jugador antes de entrar a la cancha? Una vez me lo dijo un técnico. “Todos estos tipos están llenos de emociones, por más que digan lo contrario, son un manojo de nervios. Por eso la cabeza se les llena de recuerdos y siempre hay algo malo que se les mete entre los pensamientos. Un gol errado, o un gol tonto que le hicieron si se trata de un arquero, una vieja lesión, un problema familiar”.

Lo que Di Pietro tenía para olvidar era su nombre. Se llamaba Ángel Walter y el nombre se lo había puesto el padre por Labruna y Walter Gómez. Como si tuviera que condensar en sí toda la capacidad goleadora de Angelito y la habilidad del uruguayo. Mucho para un pibe que, además, odiaba el nombre que se acercaba más a su manera de jugar: Angel. Todos desde chico le decían Walter, que, con todo, era un nombre menos anticuado que Ángel.

De todas maneras, ese día el partido no era muy importante. River andaba por la mitad de la tabla en ese campeonato y jugaba en su cancha contra un equipo chico. Pero River venía de perder con Boca en un partido en el que Di Pietro se había perdido dos goles hechos por apurado. Así que, cuando se anunció su nombre con la camiseta nueve, empezaron los silbidos. Que siguieron cuando entró a la cancha y cada vez que tocaba la pelota. Walter seguía como si nada ocurriera a su alrededor, como si esa rechifla fuera parte del aire o no le estuviera destinada especialmente. Corría, pateaba de afuera del área, se tiraba a los pies de los defensores, pero eso era lo que hacía siempre. Así que nada podía hacer pensar que ése sería un domingo diferente. Ni siquiera después de que Di Pietro le pusiera una pelota en diagonal al puntero derecho, Morales se cayera dentro del área y el referí marcara un penal que no se creyó nadie.

El técnico mostró las manos y marcó “nueve”, para que lo pateara Di Pietro. Son cosas que no se ven desde la tribuna, pero sí las ves cuando estás en el palco de periodistas. Walter pareció no darse cuenta y se alejó del área. Un compañero puso la pelota en el punto del penal y buscó al nueve con la mirada. Allí estaba, como uno más, las manos apoyadas en la cintura, mientras se iba acercando al área. El referí levantó las cejas como si pudiera así apurar el trámite. Pero la lentitud con que todo ocurría parecía poner más de manifiesto su error. Finalmente Di Pietro se puso frente a la pelota. La rechifla no paraba. Walter cerró los ojos como si el sol le diera de frente y empezó a correr después de santiguarse. “No es por amor a Dios, sino por temor de Dios”, explicó un viejo periodista, más viejo que yo y más dispuesto que la mayoría de la gente a considerar a los futbolistas como a personas indefensas frente a algo que los excede. La pelota se fue al lado del palo izquierdo.

Hubo un largo silencio. Era como si la tribuna viera confirmados todos sus pronósticos y no supiera muy bien a quién odiar, si a ella misma por saber de antemano lo que iba a suceder o a Di Pietro por confirmar lo que todos suponían que iba a hacer. Desde ese momento se acallaron los silbidos, y también el aliento para el equipo. Era como si el partido se hubiera terminado o, más aún, como si hubiera dejado de interesar. Por supuesto, no era cierto. Lo que el error de Di Pietro había provocado era que cada uno debiera empezar a preguntarse qué era lo que estaba haciendo en la cancha en lugar de estar en cualquier otro lado, en su casa, en un bar, con una mujer o con un amigo.

El partido entró en una meseta. Todos parecían prestarse la pelota y así terminó el primer tiempo. Traté de entrar al vestuario. No me dejaron pasar. Quería hablar con Di Pietro y le hice una seña a través de la puerta entreabierta. Se asomó con una sonrisa apagada en el rostro. No supe qué decirle. El me miró y explicó que hay que errar penales de vez en cuando. No me convenció.

En el segundo tiempo todo parecía seguir rumbo a un cero hasta que Morales le tiró la pelota en diagonal a Di Pietro que, después de gambetear a su defensor, le pegó un latigazo a la pelota y la clavó al lado del palo izquierdo. El silencio se rompió. Todavía abrazado por sus compañeros Di Pietro se dio vuelta hacia la tribuna, levantó los brazos y los cruzó en dirección a la gente. Les estaba diciendo que no, que no festejaran, que el gol lo había hecho él, que ya era demasiado tarde para celebrar nada, que él estaba jugando a solas un partido sin gente. La tribuna siguió gritando, indiferente a su gesto.

Ese día Di Pietro hizo tres goles más. Uno de cabeza, otro de afuera del área, uno de tiro libre (el único en toda su carrera). Las tres veces hizo que no a la tribuna, hasta que logró el silencio en el último gol. Entonces le dio la mano al árbitro y pidió el cambio. Sacó la cabeza antes de que el técnico lo palmeara y se metió en el vestuario.

Dejé la platea y bajé a verlo.

Estaba sentado, la espalda apoyada contra los azulejos blancos, y al verme sonrió:

—¿Vio que de vez en cuando hay que errar un penal?

—¿Por qué no dejaste que gritaran tus goles? —le pregunté, sin atender a lo que me había dicho.

—No tienen derecho, no tienen derecho. Ni a que me los pierda ni a que los haga. ¿Qué mierda vienen a hacer? ¿A gritar? ¿A putearme?

Me pregunté si tenía que contestarle.

—La verdad, no sé a qué vienen —continuó—, debe ser porque nunca fui a la cancha. Yo juego, no veo.

Y cerró los ojos chiquitos, se pasó la mano por el pelo y empezó a guardar sus cosas en el bolso.

—Pobres tipos, no pueden jugar al fútbol.

—Yo tampoco —le dije.

—¿Y a mí qué me importa? —fue lo último que dijo antes de meterse en la ducha.

– FIN-