“Profesiones para mujeres”, la inspiradora ponencia escrita por Virginia Woolf Tema: Artículos, Hay que leer

CUANDO LA SECRETARIA ME INVITÓ A VENIR, me dijo que esta sociedad se ocupaba de todo lo referente a las posibilidades de empleo para las mujeres y sugirió que podía hablarles acerca de mis experiencias profesionales. Es verdad que soy mujer; es verdad que tengo una profesión; pero ¿qué experiencias profesionales he tenido? Es difícil decirlo. Mi profesión es la literatura, y en esa profesión hay menos experiencias para las mujeres que en cualquier otra, excepto en el escenario: menos, quiero decir, que sean peculiares a las mujeres. Porque el camino fue abierto hace muchos años: por Fanny Burney, por Aphra Behn, por Harriet Martineau, por Jane Austen, por George Eliot; muchas mujeres famosas, y muchas más ignotas y olvidadas, han estado aquí antes que yo, han allanado el camino y guiado mis pasos. Así, cuando llegué a escribir, encontré pocos obstáculos materiales en mi camino. Escribir era una profesión honorable e inofensiva. La paz familiar no se veía perturbada por el susurro de la pluma. No implicaba tampoco ninguna exigencia para el presupuesto de la familia. Por diez chelines y seis peniques una puede comprar papel suficiente para escribir todas las obras de Shakespeare…, si una tiene una mente capaz de hacerlo. Una escritora no necesita pianos ni modelos, París, Viena y Berlín, maestros y amos. El hecho de que el papel para escribir sea tan barato es la razón, por supuesto, de que las mujeres hayan triunfado como escritoras antes de alcanzar el éxito en las otras profesiones.

Pero si quieren que les cuente mi historia… es más bien simple. Solo tienen que imaginar a una chica en un dormitorio con una pluma en la mano. Solo tenía que mover esa pluma de izquierda a derecha, desde las diez hasta la una. Luego se le ocurrió hacer algo que, después de todo, es simple y barato: colocar algunas de esas páginas en un sobre, pegar una estampilla de un penique en el margen superior y echar el sobre en el buzón rojo de la esquina. Fue así como me hice periodista, y mi esfuerzo fue recompensado el primer día del siguiente mes —fue un día muy glorioso para mí— con una carta del editor que contenía un cheque por una libra, diez chelines y seis peniques. Pero, para mostrarles cuán poco merezco que me tilden de mujer profesional, cuán poco conozco de las luchas y las dificultades de esas vidas, he de admitir que, en vez de gastar ese dinero en pan y manteca, en el alquiler, en medias y zapatos, o en pagar la cuenta de la carnicería, fui y me compré un gato: un hermoso gato, un gato persa, que muy pronto habría de causarme amargas disputas con mis vecinos.

¿Acaso podía haber algo más fácil que escribir artículos y comprar gatos persas con las ganancias? Pero esperen un momento. Los artículos deben versar sobre algo. El mío, según creo recordar, versaba sobre una novela de un hombre famoso. Y mientras escribía esa reseña descubrí que, si iba a reseñar libros, tendría que batallar con cierto fantasma. Y el fantasma era una mujer, y cuando llegué a conocerla mejor le puse el nombre de la heroína de un famoso poema: el Ángel de la Casa. Ella acostumbraba interponerse entre el papel y yo cuando escribía las reseñas. Me molestaba y me hacía perder tiempo, y tanto me atormentó que al final la maté. Ustedes, que vienen de una generación más joven y más feliz, probablemente no habrán oído hablar de ella; tal vez no sepan lo que quiero decir cuando hablo del Ángel de la Casa. La describiré con la mayor concisión posible. Era intensamente comprensiva. Era inmensamente encantadora. Era de una generosidad asombrosa. Se destacaba en el difícil arte de la vida familiar. Se sacrificaba día tras día. Si había pollo para cenar, ella comía el ala; si había una corriente de aire, se sentaba allí por donde pasaba; en suma, era tan compuesta que jamás tenía un pensamiento o un deseo propios; en cambio, siempre prefería simpatizar con los pensamientos y los deseos ajenos. Sobre todo —no necesito decirlo—, era pura. Se suponía que su pureza debía ser su mayor belleza: sus rubores, su gracia inexorable. En aquellos días —los últimos de la reina Victoria—, todas las casas tenían su Ángel. Y cuando empecé a escribir, la encontré con las primeras palabras. La sombra de sus alas cayó sobre mi página; oí el susurro de su falda en la habitación. Es decir que no bien tomé la pluma para reseñar la novela de aquel hombre famoso, ella se deslizó a mis espaldas y murmuró: “Querida, eres una mujer joven. Estás escribiendo sobre un libro escrito por un hombre. Sé comprensiva; sé tierna; adula; engaña; usa todas las artes y astucias de nuestro sexo. Jamás permitas que nadie sospeche que tienes pensamiento propio. Por encima de todo, sé pura”. E hizo el intento de guiar mi pluma. Ahora mencionaré el único acto por el que puedo darme crédito, aunque el crédito en realidad pertenece a ciertos ancestros excelsos que me dejaron una suma de dinero —¿digamos quinientas libras anuales?— para que no tuviera que depender exclusivamente de mis encantos para ganarme la vida. Me volví hacia ella y la tomé por el cuello. Hice lo imposible por matarla. Mi excusa, si debiera enfrentarme a un tribunal, sería que actué en defensa propia. De no haberla matado, ella me habría matado a mí. Habría arrancado el corazón de mi escritura. Porque, como descubrí apenas apoyé la pluma sobre el papel, es imposible reseñar siquiera una novela sin tener pensamiento propio, sin expresar la que a nuestro entender es la verdad sobre las relaciones humanas, la moral, el sexo. Y, según el Ángel de la Casa, las mujeres no pueden abordar libre y abiertamente todas estas cuestiones; deben encantar, deben conciliar, deben —para decirlo sin pelos en la lengua— mentir para poder triunfar. Así, cada vez que sentía la sombra de su ala o el resplandor de su aureola sobre la página, levantaba el tintero y lo arrojaba contra ella. No se dejaba matar con facilidad. Su naturaleza ficticia la ayudaba mucho. Es mucho más difícil matar un fantasma que una realidad. Siempre volvía arrastrándose cuando pensaba que por fin la había despachado. Aunque me regodeo pensando que en última instancia la maté, la lucha fue ardua; me llevó mucho tiempo, que podría haber empleado mejor estudiando gramática griega o recorriendo el mundo en busca de aventuras. Pero fue una experiencia real; fue una experiencia que estaría destinada a afectar a todas las escritoras en aquella época. Matar al Ángel de la Casa era parte de la tarea de toda escritora.

Pero, continuando con mi historia. El Ángel estaba muerto; ¿qué quedaba entonces? Se podría decir que lo que quedaba era un objeto común y silvestre: una mujer joven en un dormitorio con un tintero. En otras palabras, ahora que se había deshecho de la falsedad, esa joven mujer solo tenía que ser ella misma. Ah, ¿pero qué es ser “ella misma”? Quiero decir, ¿qué es ser una mujer? No lo sé, les aseguro. No creo que ustedes lo sepan. No creo que nadie pueda saberlo hasta no haberse expresado en todas las artes y profesiones accesibles a la capacidad humana. Esa es, por cierto, una de las razones por las que he venido aquí: por respeto hacia ustedes, que están en proceso de mostrarnos a través de sus experiencias qué es ser una mujer, que están en proceso de brindarnos, gracias a sus éxitos y sus fracasos, esa información en extremo importante.

Pero, continuando la historia de mis experiencias profesionales… Gané una libra, diez chelines y seis peniques por mi primera reseña y compré un gato persa con las ganancias. Después me volví ambiciosa. Un gato persa está muy bien, me dije, pero no basta con un gato persa. Debo tener un automóvil. Y así fue como me hice novelista; porque, por raro que parezca, la gente te dará un automóvil si le cuentas una historia. Y es todavía más raro que en el mundo no haya nada más placentero que contar historias. Es mucho más placentero que escribir reseñas de novelas famosas. Y no obstante, si atiendo el pedido de su secretaria y les cuento mis experiencias profesionales como novelista, tendré que comentarles una experiencia muy extraña que tuve. Y, para poder comprenderla, primero tendrán que intentar imaginar el estado mental de un novelista. Espero no estar revelando secretos profesionales si digo que el principal deseo de todo novelista es ser lo más inconsciente posible. Debe autoinducirse un estado de letargo perpetuo. Quiere que la vida continúe con extrema quietud y regularidad. Quiere ver las mismas caras, leer los mismos libros, hacer las mismas cosas día tras día, mes tras mes, mientras escribe, para que nada pueda romper la ilusión en la que vive, para que nada pueda perturbar o inquietar los misteriosos errabundeos, los sentimientos, los dardos, las embestidas y los descubrimientos repentinos de ese mismo espíritu tímido y evasivo: la imaginación. Sospecho que este estado es el mismo para hombres y mujeres. Sea como fuere, quiero que me imaginen intentando escribir una novela en estado de trance. Quiero que imaginen una mujer joven sentada con una pluma en la mano, pluma que en el transcurso de muchos minutos, y a decir verdad durante horas, jamás hunde en el tintero. La imagen que me viene a la mente cuando pienso en esta joven es la imagen de un pescador que yace sumergido en sus sueños a la orilla de un lago profundo, con una caña de pescar sobre el agua. Ella deja que su imaginación vague irrestricta sobre todas las grietas y rocas de este mundo que yacen sumergidas en las profundidades de nuestro inconsciente. Y por fin llegamos a la experiencia, una experiencia que a mi entender es mucho más común entre las escritoras que entre los escritores. La línea se deslizaba entre los dedos de la joven. Su imaginación se había disparado. Había buscado los estanques, las profundidades, los lugares oscuros donde dormitan los grandes peces. Y entonces se oyó un golpe. Y luego una explosión. Hubo espuma y confusión. La imaginación se había estrellado contra algo duro. La joven despertó de su sueño. Se encontraba en un estado de perturbación aguda y difícil de remontar. Para decirlo sin pelos en la lengua, había pensado algo, algo sobre el cuerpo, sobre las pasiones que como mujer era inapropiado mencionar. Los hombres, le advertía la razón, quedarían pasmados. La conciencia de lo que dirían los hombres sobre una mujer que dice la verdad acerca de sus pasiones la había despertado del estado de inconciencia propio del artista. Ya no podía escribir. El trance había pasado. Su imaginación ya no funcionaba. Creo que esta es una experiencia muy común entre las escritoras: el convencionalismo extremo del sexo opuesto constituye un impedimento para ellas. Porque a pesar de que los hombres sensatamente se otorgan a sí mismos una gran libertad en estos aspectos, dudo de que comprendan o puedan controlar la extrema severidad con que condenan esa misma libertad en las mujeres.

Estas fueron, entonces, dos experiencias muy genuinas. Fueron dos aventuras de mi vida profesional. Creo haber resuelto la primera: matar al Ángel de la Casa. Está muerta. Pero no creo haber resuelto la segunda: decir la verdad sobre mis propias experiencias en tanto cuerpo. Dudo de que alguna mujer haya podido resolverla. Los obstáculos en su contra son todavía por demás poderosos, y sin embargo muy difíciles de definir. Exteriormente, ¿hay algo más simple que escribir libros? Exteriormente, ¿cuáles son los obstáculos que deben enfrentar las mujeres y no los hombres? Interiormente, creo, la situación es otra; la mujer todavía tiene muchos fantasmas que combatir, muchos prejuicios que superar. Por cierto tendrá que pasar mucho tiempo, a mi entender, para que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma que matar, una piedra contra la cual chocar. Y si esto es así en el ámbito de la literatura, la más libre de todas las profesiones para mujeres, ¿qué ocurrirá con las nuevas profesiones que ustedes están empezando a ejercer por primera vez?

Estas son las preguntas que, de haber tenido tiempo, me habría gustado hacerles. Y por cierto, si he puesto demasiado énfasis en mis experiencias profesionales es porque creo que también son las suyas, aunque en una manera diferente. Aun cuando el camino esté nominalmente abierto —cuando no haya nada que impida que una mujer sea médica, abogada o funcionaria pública—, existen muchos fantasmas y obstáculos, según creo, acechando en el camino. Analizarlos y definirlos tiene, a mi entender, gran valor e importancia, porque solo así puede compartirse el trabajo, pueden resolverse las dificultades. Pero además de eso, también es necesario estudiar los fines y las ambiciones por los que estamos luchando, por los que batallamos contra estos obstáculos formidables. Esas ambiciones no pueden darse por sentadas; es necesario cuestionarlas y analizarlas constantemente. Toda la situación, tal como la veo ahora —aquí, en esta sala, rodeada de mujeres que ejercen por primera vez en la historia no sé cuántas profesiones diferentes—, es de extraordinario interés e importancia. Ustedes han ganado sus cuartos propios en una casa que hasta hace poco era propiedad exclusiva de los hombres. Pueden, aunque con mucho trabajo y esfuerzo, pagar el alquiler. Ganan sus quinientas libras anuales. Pero esta libertad no es sino el comienzo; el cuarto es de ustedes, pero por ahora sigue vacío. Hay que amueblarlo; hay que decorarlo; hay que compartirlo. ¿Cómo van a amueblarlo, cómo van a decorarlo? ¿Con quién van a compartirlo, y en qué términos? A mi entender, estas son preguntas de extrema importancia y sumo interés. Por primera vez en la historia, las mujeres pueden formularlas; por primera vez pueden decidir por su propia cuenta cuál debería ser la respuesta. Con todo gusto, me quedaría a debatir esas preguntas y respuestas… pero no esta noche. Se terminó el tiempo, y debo terminar.

Ponencia leída por Virginia Woolf ante The Women’s Service League, 1931