Cuatro cartas a Clara Aparicio | Juan Rulfo Tema: Cartas, Escritores

Carta XII

Méx. a fines de febrero de 1947

Mayecita:

Ellos no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra; hecha más oscura por el humo. Viven ennegrecidos durante ocho horas por el día o por la noche, constantemente como si no existiera el sol ni nubes en el cielo para que ellos las vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Siempre así e incansablemente, como si sólo hasta el día de su muerte pensarán descansar.

Te estoy platicando lo que pasa con los obreros de esta fábrica, llena de humo y de olor a hule crudo. Y quieren todavía que unos los vigile, como si fuera poca la vigilancia en los tienen unas máquinas que no conocen la paz de la respiración. Por eso creo que no resistiré mucho tiempo a ser esa especie de capataz que quieren que yo sea. Y sólo el pensamiento de trabajar así me pone triste y amargado. Y sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa tristeza y esa fea amargura.

Ahora estoy creyendo que mi corazón es un pequeño globo inflado de orgullo y que es fácil que se desinfle, viendo aquí cosas que no calculaba que existieran. Quizá no te lo pueda explicar, pero más o menos se trata de que aquí en este mundo extraño el hombre es una máquina y la máquina está considerada como hombre.

Pero te estoy contando cosas que nada tienen que ver contigo, y esto no es legal. Tardé hasta ahora en encontrar un sobre para enviarte tus fotografías. Pues en la chamba nos sueltan a las cinco de la tarde y de este lugar, donde vive, muriéndose a cada rato, el muchacho encariñado de ti, queda lejos el centro. Y el centro lo cierran a las cinco. Así es la cosa. Saqué más copias de cada una de las tres fotos que te mando, pero no te envío sino una de cada una por puro miedo a que te sueltes repartiéndolas entre la bola de novios que tienes. Las otras, las que tú escogiste, tal vez pasen algunos días antes de que me las entreguen.

Por otra parte, no me puedo imaginar cómo una niña tan menudita puede HACER UNA LETROTA TAN GRANDE…, al escribir una carta. Eso es hacer trampa.

Sin embargo, tu carta me dio un enorme gusto. Puse las dos manos para recibirla y la leí con mis dos ojos y luego la volví a leer porque hay algo allí que a mi corazón le gusta mucho. Y tú sabes que a este corazón que yo te he regalado hay que darle gusto.

Acuérdate que tú eras quien me daba manzanas y no yo. Acuérdate que fue Eva la que le dio un cachito de manzana al señor Adán y de allí nació esa costumbre que tiene la mujer de dar manzanas.

Yo aquí no he ido al cine. El cine sin ti no sirve. No hay ni siquiera el gusto de llegar tarde y no encontrar asiento. Esos líos eran suaves y casi no más por eso valdría la pena volver allá.

No me ha cambiado de casa todavía, pero creo que lo haré el mes que entra. Buscaré una casa donde haya pájaros  aunque sean como los que tú tienes, que casi ni cantan, ni brincan, por lo viejitos que están, pero que al fin sean pájaros. Yo creo que si tú me gustas tanto es  por eso, porque hay algo de pájaro en ti; pueden ser los ojos o puede ser esa boca paradita tuya, que yo tanto quiero.

No he salido tampoco a ningún lado, aunque estos dos domingos que me he pasado aquí fueron unos días buenos para ir a darle una visitadita al Ajusco o para ir a saludar al Popo, que parece sentirse igual de solo y abandonado que este muchacho atarantado que te quiere querer más de lo que todavía te quiere.

He ido a visitar al tío David y a la tía Teresa; a la tía Julia y a los hijos de la tía Julia, entre los cuales está Venturina, la que ya conoces; al tío Raúl y a la tía Rosa… A todos ellos les he enseñado tus retratos. Me han preguntado que de dónde eres. Y es que no imaginan que aquí, sobre este grande y ancho mundo, pueda nacer y crecer y vivir una cosita así tan fea y tan horripilante como tú. No lo pueden creer y es que han dejado de ser como niños, y dejar de ser como niño es ya no creer en los angelitos de Dios. Eso les pasa.

“Volver a empezar”. Cuánto me gustaría estar allá, y volver a empezar de nuevo a conocerte y a vivir allí, pero sin miedo, sin dificultades ni ningún temor de perderte.

Y es que aquí la vida no es nada blandita. Es como si de nueva cuenta también estuviera uno comenzando a vivir. A veces me imagino que desde que llegué a esta ciudad he estado enfermo y que no me aliviaré ya jamás. Y me siento como si me arrastrara la corriente de un río, como si me empujaran, como si no me dejaran ver hacia atrás.

Sabes, Chachinita, yo pensaba zafarme de la Goodrich. El puro pensamiento me hizo sentirme más tranquilo; pero han hecho las cosas de tal modo que me resulta imposible hacerlo. Me tienen como rodeado por una cadena de parientes, cada vez más, y como si sólo todo su trabajo consistiera en ocuparse de mí. Y ahora sé qué antes no me gustaba pedir favores, y es que no me gusta aceptarlos.

A veces quisiera que todos ellos me dejaran en paz, que no me hicieran  sentir la confianza de que en cualquier momento me ayudarían. Que me dieran a entender que no contara con ellos. Así me dejarían solo. Quizá yo solo, sin atenerme a ninguno, sabría ya lo que tendría qué hacer. Y tal vez, únicamente con tu ayuda, tal vez, encuentre el camino que me permita hacer lo que debo hacer.

Después de mi madre, a la única persona a la que tengo que agradecer lo que ha hecho por mí, es a ti. No quiero tener a nadie más a quien agradecerle nada. Me siento mejor de ese modo, sabiendo que no debo favores. Me siento menos miserable y menos desesperado, conociendo que no tengo que contentar a mucha gente. Éste es mi modo de pensar, muchachita grande. Pero la realidad es distinta. Es dura y lo hace a uno sentir su dureza y conformarse, si uno quiere volverse loco tratando de encontrarle una salida.

Lo que te estoy explicando es el ambiente en que vivo desde que entré en la fábrica. Nunca había yo visto tanta miseria junta; tanta fuerza unida para acabar con el sentido humano del hombre; para hacerle ver que los ideales salen sobrando, que los pensamientos y el amor son cosas extrañas. Por esa razón te pedía yo consuelo, pues eres la única que puede dármelo, para sentirme más conforme; para dejar de rebelarme contra todo lo que se opone a mí mismo. Yo te pedí ayuda una vez y ahora la necesito, pues estamos luchando por los dos, para hacernos nuestro propio mundo, el que yo sé que existe, porque ya he vivido en él. Un mundo donde no infunda uno temor a nadie ni se haga uno odioso. Y eso tú y yo lo podemos hacer.

Esta carta es hija de un coraje muy grande que me hicieron pasar ahora. Más tarde te contaré en qué consistió ese coraje. Pero lo que me hizo sentir es lo que te cuento. Y mi conclusión es que uno debe vivir en el lugar donde se encuentre uno más a gusto. La vida es corta y estamos mucho tiempo enterrados.

Espero que me regañes por escribirte quejidos en lugar de hablarte del amorque te tengo, pero es que la forma como me siento tenía que decírsela a alguien. Y tú naciste para que yo me confesara contigo. Quizá más tarde te cuente hasta mis pecados.

Ojalá estés bien y tan bonita como ninguna (iba a decir: como siempre, pero me acordé de que a veces te pones fea, por ejemplo cuando me regañas). Y que todos en tu casa etc., etc.

Tú cariñito santo, recibe todo el amor del que mucho te quiere y del que espera quererte más, y un abrazo enorme y lleno de ternura y muchos besos, muchos de quien te amará siempre.

Juan

P.D. Esta carta no te la iba a mandar por lo triste que está. Pero debido a que otras dos que había hecho también eran igual de tristes, opté, para no tardar más en escribirte, por enviártela tal como estaba. Te recomiendo no me hagas mucho caso, pues soy muy amante de quejarme.

Tu muchacho.

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Carta LXXXIII

México. D. F. 16 de Dic. 1950

Madre, madrecita chula:

He sabido ya lo que hiciste, la enorme travesura que hiciste. Has traído un hijo nuevo al mundo. Alguien que te cuidará cuando ya no puedas con la vida. Me cuentan que nació muy grande, y yo me imagino cómo te has de ver hermosa junio a él, abrazada a él, fuertemente, como si estuvieras abrazando con todas tus fuerzas tu esperanza.

Me dio mucho gusto saber que habías salido bien de tus apuros y que estabas bien y, creo, muy feliz. Me dio gusto, chechinita mía, que estuvieras bien —tenía mucho pendiente—; pero ahora me he llenado de gusto por ti y por él, porque Dios te ayudó y te tuvo en sus manos por algunos mamemos para que las cosas caminaran por el buen camino. Ahora sé que Él te protegerá siempre, porque eres la hija preferida de Él y la muy amada y querida Clara. ¿Ya ves lo que resulta por andar comiendo cacahuates? Yo te decía que no anduvieras con los cacahuates y mira, ahora tienes ahí el resultado.

Me da no sé qué no conocer todavía a mi hijo. Hasta ahora es como si soIo fuera un cuento que me contararon para hacerme dormir tanqurilo. Pero tú, pequeñita y todo, tienes tu

Criatura y él tiene una hermanita tan traviesa como su madre y tiene papá y la mamá más hermosa que haya tenido hijo alguno de mujer en esta tierra.

Ahora sé por qué te fuiste a Guadalajara para que naciera. Querías que fuera de Jalisco, tequilero, para que de grande salga muy macho y muy borracho. Ahora lo Sé.

Sin embargo, no me he cansado de darle gracias a Dios, porque le sacó con bien y porque toda tu estás enterita y quizás mucho más nueva que hace nueve años que fue cuando te vi por primera vez.

Mira, amor, ¿qué le podría decir yo? Esta carta debería ir sin palabras. Sólo llena de besos y del gran cariño que te tengo. Molerte a besos en el gran molino de mi corazón, que tú has hecho tuyo, y poner mi alma desdoblada como una sábana para que tú envuelvas en ella a toda tu familia.

Fíjate, ahora ya somos cuatro y antes era yo solo y muy metido en medio de la noche. Tú has traído gente a esta casa. Primero tú y luego esas visitas de tu hija y tu hijo, y has hecho que le quieran y así has aumentado el amor a tu alrededor de todos los que ya antes te queríamos.

Clara Aparicio, amorcito de Dios, iré a verte pronto; ése mi consuelo. Pues no dejo de extrañarte ni un momento, ni dejo de quererte ni un momento.

Claudia, tu otra travesura, ha de seguir igual de insoportable y, quién sabe, se va a volver loca al ver a su hermano, y va a querer meterle la mano en sus ojos y hacer diablura y media. Eso me imagino.

Ya te envié tus centavos. No dejare de salir de aquí en cuanto me suelten, pues todos mis pensamientos son los de estar ya allá con ustedes y poderlos ver.

Rosa Phelan y la Yeya y todos los que aquí conoces te mandan muchos saludos y muchas felicitaciones.

Salúdame a los compadres, dándoles mis agradecimientos por todo. Asimismo al matrimonio Baigén y  a los cuñados.

Tu recibe un abrazo infinito de tu Juanucho y muchos, pero muchos besos de este muchacho para ti y para nuestros hijos.

Te adora con toda el alma

Juan

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Carta XXVIII

México, D.F. a 14 de julio de 1947

Querida mujercita:

Cada que veo tu nombre en alguna parte, me sucede algo aquí, en el lugar por donde uno tiene la costumbre de pasar la comida, y al que algunos, casi todos, llaman gorgüello. El otro día lo vi, por la noche, en un edificio de apartamentos. Se prendía y se apagaba y era de una luz blanca muy fuerte. Clara -pum, se apagaba- Clara -pam, se prendía-. Seguramente el »Santa» está descompuesto, pues el letrero completo debía decir »Santa Clara», pero sólo relumbraba el Clara… Clara… Cada vez igual a la respiración de uno. Estando allí, me llené de recuerdos tuyos y me senté un rato sobre un pradito para mirar a gusto aquel nombre tan querido de esa criatura tan aborrecida y fea.

Así anda el mundo.

Las cosas de la lotería andan de otro modo.

Yo quería darte la sorpresa de que me había hecho rico y nada. Me quedé mudo ese día al ver cuánta es mi mala suerte para eso de las monis. Y aunque siempre he tenido mala suerte, no creía que fuera tanta. Te voy a ir contando despacio cómo estuvo.

Tú ya sabes cómo soy yo de despilfarrador, cómo ando por aquí y por allá comprando cuanto libro o papel encuentro. Y me pasa siempre lo mismo; cada día peor y todavía peor para gastar la lana en cosas inútiles. Bueno, pues ahí tienes que de un día para otro me llegó el remordimiento y dije que iba a ahorrar lo más que pudiera. Me puse a hacerlo, primero con muchos trabajos y después un poco mejor. Pasaba por las librerías y cerraba los ojos. (No sé por qué, pero siempre por donde yo ando, camino o vagabundeo, encuentro librerías). En lo que nunca me fijo es en las zapaterías, camiserías o donde quiera que vendan trapos de esos que la gente usa para vestirse.

Ahorré un poquito, no mucho. Y como siempre me sucede, ese dinero me estaba quemando las bolsas. Entonces fui y lo guardé en un banco que está cerca de la compañía. Allí lo dejé y pensé no acordarme más de él. Veía muchas cosas que quería comprar (libros), pero me hacía el disimulado y me aguantaba. Yo les decía a mis ojos que vieran para otro lado; que aquello, lo que fuera, estaba más interesante. Sin embargo, por las noches, mi conciencia veía libros y revistas llenas de fotografías y no me dejaba en paz.

Una noche en que estaba piense y piense se me ocurrió que si yo compraba unos diez billetes de la lotería podría atinarle de algún modo. Antes había comprado uno o dos cuando más, pero diez al mismo tiempo era distinto. Fue entonces cuando se me metió lo loco y saqué el dinero y lo cambié por billetes enteros del uno al cero. Gastar o no gastar, me decía mi tía Lola. Esto fue hace unos doce días.

No me dio coraje saber al día siguiente que no me había sacado nada. No, ni siquiera me dolió haber tirado así tantos aguantes. De un billete me devolvieron lo que me había costado, pero los otros nueve no tuvieron esa suerte. Así estuvo. Con todo, me sentí mejor, más tranquilo, y sé que con eso me quisieron decir que me pusiera a trabajar con más ganas.

Ese es el cuento. Pero en el fondo hay otra cosa. En el fondo de todo eso hay, yo creo, el querer resolver pronto la situación. El querer que las cosas se aclaren y no haya dificultad ninguna para sentir que uno puede hacer lo que necesita hacer, sin estar esperanzado a lo que pueda suceder o no el día de mañana.

Sin embargo, a veces, cuando uno se da cuenta de muchas cosas -de la riqueza de los ricos y de la miseria de los pobres- y comienza uno a pensar en que hay algo injusto, con todo, yo he llegado a considerar que en uno está el intentar ser de un modo o de otro. Pues yo jamás (hasta ahora) he deseado querer ser dueño de muchas cosas. Antes al contrario, un instinto oscuro me ha ido retirando cada vez más del interés por el dinero. Aunque quizá se deba a que nunca me ha hecho falta nada. No sé cómo, pero ese Dios tuyo y mío me ha protegido siempre, aunque, al igual que a ti, no creo merecerlo.

Pero ahora me ha llegado esa necesidad de un modo desesperado. No por mí mismo, sino por algo que es más valioso para mí que este cuerpo flaco que yo tengo; algo a quien ama mi alma y por lo cual quisiera quitar todas las piedras de este camino mío tan pedregoso.

A veces, chachinita, se me va formando dentro de mí un sentimiento de derrota, al ver cuán lejos estoy de lo que quiero y de las fallas de mi voluntad. Pero me acuerdo de ti y eso me ayuda, y de un estado de ánimo de lo más negro paso a sentirme muy contento al ver que hay alguien mucho mejor que yo que lo merece todo y que tal vez piensa que yo estoy haciendo bien las cosas y, por eso nomás, vuelvo a ver en cualquier parte pura bondad y una sana esperanza.

Prometí que ya no iba a comenzar con mis quejidos, pero tú eres mi única amiga y estoy solo, y no estás más que tú allí al otro lado, enfrente de mi corazón, y eres la única gentecita a quien él puede enseñarle sus pecados sin que se avergüence.

Y volviendo a otra cosa, quiero platicarte lo que ya sabías y es que no he encontrado casa todavía. Tal vez, algún día de estos, baje la cabeza y recurra al tío David para que me rente la que él tiene. Mi tía Rosa, de la que quizás no te he llegado a hablar, me dio ese consejo. Me dijo que si yo quería traer a mi familia (mi familia eres tú solita) debía de ser un poco práctico y me debía dejar de tantos idealismos. Me dijo también que él tenía mucho dinero y que no le haría ningún daño rentarme en la mitad de lo que renta el departamento (si no quería yo aceptar que me lo dejara sin pagarle nada) y que a mí, por el contrario, me beneficiaría mucho.

Eso yo lo sé, pues me he dado cuenta de que aquí la mayoría de la gente trabaja casi exclusivamente para pagar la renta de la casa donde vive. Así que sería de mucha ayuda conseguir ese endiablado departamento. Y, por lo pronto, no me moveré de aquí, a pesar de las cucarachas, hasta no ir a dar a la casa donde iría a vivir en definitiva. Además, existe la ventaja de que, de llegar a arreglar eso, casi se podría considerar como si uno viviera en algo propio y no tener que andar cambiando de casa por una o por muchas circunstancias.

Ahora lo que voy a hacer es ir a visitar a don David más seguido, hasta que me diga hijo otra vez, pues cuando estamos medio distanciados él y yo ni siquiera me habla (no sabe hablar). Y cuando lo tengo contento entonces me dice hijo, que es como les dicen todos los tíos a los sobrinos cuando los ven chiquitos. Y la razón por la cual no voy a verlo casi nunca ya la sabes tú, y es que no me gusta hacer visitas. Por otra parte, cuantas veces he ido, allí estaba Cantinflas con él y sólo se les va en hablar de toros y de caballos y de motocicletas y de otras muchas cosas que yo no oigo porque me pongo a leer el periódico.

Bueno, voy a estudiar la mejor forma de arreglar este asunto y te avisaré enseguida del resultado.

Oye, chachinita, ¿no crees que este periódico-carta va resultando muy enfadoso?

Y sin embargo, quisiera platicarte tantas cosas que no acabaría nunca. Quisiera contarte cada sube y baja de mis pensamientos acerca de ti y acerca de todo lo que hago y trato de hacer. Quisiera escribirte largas cartas de cuanto me pasa. Ya sea de cuando estoy triste o de cuando estoy contento. Pero no se puede; necesitaría estar cerca de ti, y mirándome en tus ojos para hacerlo. Y de ese modo nunca me haría falta el tiempo.

Me da gusto saber que, ahora sí, todos están buenos en tu casa.

En cuanto a la fotografía de este sujeto, no la has recibido porque no estoy de acuerdo todavía con ella en que así soy. El retratero tal vez se equivocó y me dio la fotografía de otro tipo. Lo que hay en esto es que no está bien; es decir, que no me gusta para que tenga el honor de estar junto a la tuya. Iré de nuevo a que me retraten, y si ya está que vuelvo a salir como monigote de circo entonces ni modo: te mandaré todas juntas para que tú escojas cuál quieres. La cosa es que retocan mucho las fotos y acaba uno por salir muy distinto de cómo uno cree que es.

De cualquier modo, esta semana tendrás la fotografía salga como saliere. Espérate un ratito nada más.

Cariñito:

No creo que me quieras más que yo a ti. No puede ser. No, no puede ser, amorosa muchachita. Dulce y tierna y adorada Clara. Yo lloro, sabes, lloro a veces por tu amor. Y beso pedacito a pedazo cada parte de tu cara y nunca acabo de quererte. Nunca acabaré de quererte, mayecita.

Juan, el tuyo.

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Carta I

Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye.

Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba.

Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua.

Clara: corazón, rosa, amor…

Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña.

Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida.

Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida.

Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara.

No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba.

Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada.

¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara?

He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada.

Lo han aprendido ya el árbol y la tarde…

y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río…

Clara:

Hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre.

Guadalajara. 10/44

Juan Rulfo

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