“No matarás”, de Hermann Hesse Tema: Artículos, Hay que leer

La doma del hombre, su desarrollo desde el gorila hasta el ser civilizado, representa un largo y lento proceso. Los adelantos hasta la fecha incorporados en la ley y la costumbre son frágiles: una y otra vez, lo que parecían logros definitivos resultan desechados por un atávico rechinar de dientes. Si vemos nuestra meta provisional, al cumplir con los imperativos espirituales, según la exposición de los líderes espirituales de la humanidad, desde Zoroastro y Lao-Tzu en adelante, nos vemos obligados a señalar que la humanidad del presente sigue más cerca del gorila que del hombre. Todavía no somos humanos, estamos en camino de serlo.

Hace unos cuantos miles de años, la ley religiosa de un pueblo superior estableció la máxima fundamental: No matarás. En la primavera de 1919, Baron Wrangel, al dirigirse a un pequeño grupo de idealistas en Berna, propuso que en lo futuro ningún hombre se vea obligado a matar a otro hombre, ni siquiera en servicio de su país. Se consideró esto como un paso de significación. Hasta aquí hemos llegado. Algunos miles de años después de Moisés al formular los mandamientos en el Monte Sinaí, se vuelven a exponer en forma cautelosa y con restricciones, por un pequeño grupo de hombres bien intencionados. No hay un solo pueblo civilizado que lo haya adoptado sin restricciones en su código legal. En todas partes, los hombres siguen discutiendo con timidez esto que es el más simple y ortodoxo de todos los imperativos. Todo estudiante de Lao-Tzu, cada uno de los discípulos de Jesús, cada seguidor de Francisco de Asís, estuvo a varios siglos de anticipación de la ley y razón del mundo civilizado de nuestros días.

Esto parece un argumento contra el valor de tan elevada demanda y para demostrar pura y simplemente que el hombre es incapaz de progresar. Para respaldar lo anterior se podrían citar cien o más ejemplos. En realidad, nuestra funesta experiencia no disminuye el valor de tales imperativos humanos y perspicacias. Durante miles de años la máxima «No Matarás» ha sido honrada y fielmente cumplida. Después del Viejo Testamento vino el Nuevo Testamento; Cristo fue posible, la emancipación parcial de los judíos fue posible, la humanidad produjo seres como Goethe, Mozart y Dostoyevski. En toda época han existido grupos de unos cuantos hombres de buena voluntad, creyentes en el futuro y que obedecían leyes no inscritas en un código legal secular. Y durante esta horrible guerra, miles de hombres actuaron según leyes superiores no escritas; los soldados trataron a sus enemigos con piedad y respeto, mientras que otros cayeron prisioneros y fueron torturados porque firmemente rehusaron cumplir el deber de matar y de odiar.

Con el fin de apreciar estos hombres y sus hechos en todo su valor, para superar nuestra duda en el progreso de animal a ser humano, tenemos que vivir en la fe. Debemos aprender a valorizar las ideas a la altura como lo hacemos con las balas y las piezas de oro, a amar las posibilidades y cultivarlas; debemos percibir el futuro, y sobre todo el futuro dentro de nuestro corazón.

El «hombre práctico» que siempre tiene la razón en las juntas de los comités, invariablemente está equivocado fuera de sus comités. Los ideales y la fe en el futuro siempre están en lo justo. Son la única fuente de la que el mundo extrae fuerzas. Y cualquiera que califique las ideas humanitarias como temas sin importancia, conceptos de poca monta o como esfuerzos para el futuro en la literatura, sigue siendo un gorila y le falta mucho para convertirse en hombre.

Daremos un ejemplo, que incluso nuestros «hombres prácticos» podrán apreciar: en sus reminiscencias coloniales, Carl Peters nos relata que una vez ordenó a unos nativos africanos que plantaran palmas de coco. Los aborígenes se rehusaron a ese trabajo tan fatigoso y sin objeto. Peters les explicó que en ocho o diez años, los árboles plantados habrían llegado a su crecimiento y pagarían la tarea a cien por uno. En esto, los nativos estaban al tanto, porque no eran estúpidos; pero les pareció una soberana locura que un hombre prácticamente acabara con sus dedos por un premio que se lograría en diez años. ¡Los hombres blancos tienen ideas tan extravagantes!

Somos nosotros, los hombres de espíritu, los poetas, necios y soñadores los que plantamos árboles para después. Muchos de esos árboles no prosperarán, muchas de nuestras semillas resultarán estériles, muchos de nuestros sueños acabarán en errores, decepciones y falsas esperanzas. ¿Pero qué daño hay en ello?

No tiene caso tratar de convertir en seres prácticos a los poetas, calculadores de los creyentes, organizadores de los soñadores. Durante la guerra, los artistas, escritores e intelectuales fueron transformados en soldados y en labriegos. Ahora, se hacen esfuerzos por «politizarlos» y convertirlos en elementos del cambio material. Eso equivale a clavar un clavo con un barómetro. En vista de que los tiempos son duros, se piensa que todas las energías se orienten a las necesidades diarias, todo esfuerzo se destine a la tarea práctica del momento.

Pero aunque la necesidad clame a voz en cuello, todo ese bullicio y alboroto resultan inútiles. El mundo no progresará más aprisa si se convierte a los poetas en oradores de plaza pública y a los filósofos en ministros del gabinete. El mundo evolucionará cuando los hombres puedan realizar para lo cual están capacitados, lo que su naturaleza les exige, lo que pueden hacer de buen grado y bien. Y aún si los hombres prácticos consideran esas cosas como lujos, la preocupación por el futuro, la fe en el hombre como algún día llegará a ser y tentativa respecto a remotas posibilidades, siempre será tan importante como una organización política, la construcción de casas y hornear el pan.

Y nosotros, los creyentes en el futuro, jamás cesaremos de acatar el viejo mandamiento: «No matarás». Aún cuando si algún día todos los códigos del mundo prohíban matar (incluyendo matar en la guerra y matar por ejecuciones), ese imperativo nunca perderá su fuerza moral. Es la base de todo progreso, de todo el desarrollo humano. ¡Matamos tanto! No solamente en nuestras estúpidas batallas, en los necios motines callejeros de nuestra revolución, estúpidas ejecuciones, matamos a cada paso. Lo hacemos cuando las circunstancias nos obligan a forzar jóvenes de talento a desempeñar ocupaciones para las cuales no están preparados. Matamos cuando cerramos los ojos a la pobreza, a la desgracia o a la infamia. Lo hacemos también, porque resulta más fácil, cuando patrocinamos o incluso pretendemos aprobar instituciones sociales, políticas y religiosas atrofiadas, en vez de combatirlas con resolución. Justamente como un socialista juzga la propiedad como un robo, los que nos mantenemos con firmeza en nuestra fe, consideramos todo desprecio de la vida humana, toda crueldad e indiferencia, como un crimen. Y no solamente las cosas de hoy pueden ser eliminadas, sino también las del futuro. Una gran parte del futuro de un joven puede ser liquidada por un poco de escepticismo mordaz. La vida nos espera en todas partes, todo en el futuro abriga una promesa, y nosotros percibimos tan poco de eso, pisoteamos tanta cosa. Matamos a cada paso.

Con respecto a la humanidad, todos nosotros tenemos una sola tarea que desempeñar. La de ayudar a la humanidad entera a que logre un pequeño adelanto, mejorar una determinada institución, eliminar con firmeza cualquier modo de matar, todo esto es muy recomendable, pero no son en el fondo tareas nuestras. Nuestra misión es que en nuestra exclusiva vida personal demos un pequeño o corto paso en el sendero del animal al del hombre.

Hermann Hesse (1919)